domingo, 12 de abril de 2009

Carta a mi hijo no nacido

Tardaste en llegar a mi vientre, me impacienté creyendo que no querías venir. Deseaba tu presencia y, al fin un día, ahí estabas!! Mi corazón se llenó de alegría, mi útero de vida. Ibas conmigo a todas partes, al trabajo, a casa, a la cama, en la cocina o en el salón; en las visitas a la familia, en los paseos y excursiones, al cine, en mis baños en el mar.

Hacía dos meses que vivías y crecías dentro de mí y una mañana al levantarme, advertí una pequeña mancha rosada. No le dí importancia o.... no quise darle importancia. Había oído que en los primeros meses de embarazo podía ocurrir coincidiendo con la menstruación. Me encontraba bien. No acudí al médico, de hecho no tenía. Eras mi segundo hijo y había decidido cambiar de ginecólogo, descontenta con el que me llevó durante la gestación de tu hermana Sara. Aún no había decidido a cuál ir, en ello estaba. Se lo comenté a mi hermana, tu tía y me aconsejó estar alerta hasta que fuera al médico. Pasaron un par de semanas y alguna que otra vez, muy esporádicamente, volvía a aparecer alguna manchita. Me hacía tanta ilusión tenerte que no quise enfrentarme a la posibilidad de que no estuvieras bien.

Aquel viernes 16 de septiembre de 1988 se casaba mi primo en St. Feliu de Guixols. Acudí a la boda, orgullosa de que fueras conmigo, ahí dentro de mí. Con tu padre, regresamos de madrugada, sobre las 3. Al llegar a casa e ir al baño antes de meterme en la cama, cansada y feliz, el tiempo pareció paralizarse al darme cuenta de que la sangre salía a borbotones de mi interior. 
Esperamos a que se hiciera de día y tu padre me llevó a la clínica donde había nacido Sara. Era sábado. Tenía la sensación de estar desangrándome por completo. En la clínica QUIRÓN (y lo pongo en mayúsculas para que se vea bien claro), tras explicar en recepción lo que me estaba ocurriendo y decir que el ginécologo que me había llevado en el anterior embarazo era médico de ahí, con una frialdad pasmosa me dijeron que no tenían urgencias ginecológicas y nos echaron a la calle sin miramientos. Nunca se lo he perdonado y no he vuelto a poner los pies ahí.

Tu padre y yo nos quedamos en mitad de la calle sin saber qué hacer, y era urgente tomar una decisión. Me sentí muy mal por no haber decidido ir al médico antes pero aquel no era momento para lamentaciones. Los dos corríamos peligro. La lógica y la urgencia se impusieron: ¿problemas ginecológicos?: Dexeus. Y ahí nos dirigimos sin dilación.

En Dexeus, sin preguntar nada y con la máxima celeridad, una vez explicamos el problema, me encontré inmediatamente atendida por una doctora, a la que nunca olvidaré, por su amabilidad, su dulzura y su sinceridad: alto riesgo de aborto, no te voy a dar nada para intentar salvar al bebé, eso sólo alargaría la agonía y si lo tienes que perder, lo perderás igual. Te vamos a hacer una ecografía, aunque los ecógrafos habituales, al ser sábado, no están en funcionamiento. Lo haremos con uno portátil que no es tan preciso.

En la ecografía te vi, minúsculo y aún vivo. Tu pequeñísimo corazón latía. Lloré mucho ante la posibilidad de perderte. Nos enviaron a casa con la consigna de que, si no pasaba nada antes, volviéramos lunes cuando la clínica funcionara ya con toda normalidad. Me pasé el resto del sábado y todo el domingo estirada en la cama, sólo levantándome para ir al baño. Estaba débil, la hemorragia continuaba con grandes coágulos.

Domingo por la noche empecé a sentir dolor. Eran contracciones de parto. Tu padre me llevó urgentemente a Dexeus otra vez. Volvieron a hacerme otra ecografía y, para ello, debía beber mucha agua sin orinar. Al entrar en la consulta para finalmente hacerme la ecografía, fui al baño previamente para limpiarme de la sangre que seguía brotando. Sentí como caían los coágulos y uno fue mayor que todos los demás. Al mirarme el médico, me dijo que ya no estabas. 

Las contracciones y el dolor desaparecieron y yo me sentí aliviada. Aquella noche la pasé en una habitación de la clínica. Era la noche del domingo 18 al lunes 19 de septiembre de 1988 y en la tele daban la inauguración de los Juegos Olímpicos de Seúl. Me quedé sola, me sentía bien. 

Al día siguiente me hicieron un raspado para eliminar cualquier resto del embarazo y evitar infecciones. El martes fui a trabajar y mi vida siguió su curso. Mi facilidad en evitar el dolor de las pérdidas me llevó, como siempre, a ver el lado positivo de la situación: si te habías ido era porque no estabas bien y era mejor así. No volví a llorar, no volví a sentir la tristeza por tu no existencia.

Al cabo de 5 meses me volví a quedar embarazada de tu hermano Alex, el pelirrojo. Cuando nació pensé que sin tu muerte, él no hubiera existido y eso también me reconfortaba. Poco a poco te fui apartando de mis pensamientos y de mi corazón, como si no hubieras existido. Sólo de vez en cuando, y sin un atisbo de dolor, recordaba tu breve existencia. A veces contaba riendo como te habías ido por el desagüe del water. ¡Qué habilidad en no conectar con el dolor y la tristeza!

Anoche, cenando con un buen amigo en un restaurante, te recordé, y no sólo eso: te hiciste presente, sentí tu presencia a mi lado, tan viva, tan cierta como si te estuviera viendo. Sentí como me susurrabas al oído: mamá, yo también soy hijo tuyo. Lloré, lloré mucho sin poder parar, como lloro ahora escribiéndote esta carta, lloro todo lo que no lloré cuando te fuiste.

Hijo mío, lo siento, siento haberte excluido de nosotros, siento no haber ido antes al médico para intentar salvarte, en mi inconsciencia, en mi incapacidad por asumir el peligro que corrías, por mi miedo a perderte. Me duele mucho la manera en que saliste de mi cuerpo, de mi vientre y por donde te fuiste, aunque tu corazón ya no latiera. Eres mi hijo y no supe cuidar de ti, ni en la vida ni en la muerte.

Esta carta que hago pública en mi blog es mi tardío reconocimiento a tu calidad de hijo mío y de tu padre, al que espero hayas encontrado entre las estrellas. 

No sé si eres niño o niña. Siempre te he imaginado niño. Yo no he gestado a 2 hijos, he gestado a 3, aunque tú no llegaras a nacer. Te quise, te deseé intensamente, viviste un tiempo en mi vientre, estuvimos unidos por el más íntimo de los lazos, el del amor y el del cuerpo. Durante este tiempo, tú y yo éramos dos en uno. Mi respiración era tu respiración, mi alimento, tu alimento, mi vida la tuya. No existe vínculo más potente y sagrado.

Te quiero y te añoro, hijo mío. Siempre estarás en mi corazón.