domingo, 5 de julio de 2009

La perra

Esta es la historia de una perrita que fue adoptada de muy pequeña por una familia. Vivía feliz en la casa, se sentía querida y cuidada. Vivía confiada, entraba y salía de la casa, se paseaba por el barrio. Los vecinos la querían, por su simpatía y ternura. Cuando la veían, le daban golosinas, caricias, jugaban con ella.

Jamás traspasaba los límites de lo que consideraba su territorio de seguridad. El mundo externo a su barrio era otra galaxia y no necesitaba nada más que la atención y el cariño de los suyos.

Un día, paseando tranquilamente, sin darse cuenta llegó al límite de su territorio. Sin saber de donde le venía, salido de la sombra, un hombre la atrapó por el cuello, la zarandeó, la golpeó, la pateó y mientras lo hacía, se reía, se divertía. La perrita creyó que nunca más volvería a ver a los suyos, quedó paralizada por el terror, imaginó que ese hombre se la llevaría y la maltrataría hasta matarla para su propio placer.

Afortunadamente, el hombre la soltó ante el portal de su casa. Magullada, herida y muerta de miedo, jadeando y sollozando, corrió hasta encontrar a su ama, mostrándole sus heridas. El ama la miró con cara de desprecio y soltó: pero si no es nada, anda que no eres quejica! Con la manguera la mojó bruscamente, le puso comida en su bol y siguió con sus quehaceres.

La perrita se sintió aún más herida, abandonada a su suerte. Empezó a desconfiar de todo y de todos, ya no se atrevía a salir a pasear por si volvía a aparecer el hombre malo. Se volvió huraña, triste, agresiva. Empezó a odiar al mundo. Ya nadie le hacía caricias, ni le sonreía ni jugaba con ella, nadie le prestaba atención.

Ladraba en cuanto veía a un desconocido, mostraba sus dientes, incluso llegó a morder a alguna visita de sus amos. Cuando esto ocurrió, su ama la llevó al veterinario diciendo que ya no podía soportar tanta agresividad, que resultaba incómodo y violento tener a un animal así en casa. El veterinario recetó unas pastillas para aplacar la conducta violenta de la perrita. Y efectivamente, se convirtió en una sombra, encerrada en ella misma, sin relacionarse con nadie, medio dormida todo el día. Ya no ladraba ni mordía y tampoco jugaba ni paseaba. Se sintió muy desgraciada.

Al cabo de los años, ya de adulta, decidió irse de su casa e intentar encontrar a un amo que la cuidara y le devolviera la confianza y la alegría que había perdido. Entendió que para que eso ocurriera debía ser agradable y mostrar todas sus gracias pero internamente seguía desconfiando. Vagó durante años por las calles de la ciudad, aprendió a sobrevivir sola, a buscarse la comida y cobijo para las noches.

Un día se topó con un hombre joven y guapo. La miró y la acarició. La perra clavó sus ojos en él y encontró lo que hacía tanto tiempo que buscaba y no encontraba. Decidió que él sería su amo. Le mostró todo lo que sabía hacer, hizo monerías, saltos, piruetas. Él se reía, se divertía y parecía encantado con la perrita. Ese fue uno de los días más felices para ella y volvió a su cobijo, durmió con dulces sueños, esperando que llegara el amanecer para volver a encontrarse con el joven. Estaba dispuesta a seguirlo fielmente, a confiar en él, a darle todo lo que había estado guardando durante tanto tiempo, a seguirlo allá adonde él fuera.

Su decepción fue enorme cuando el joven no apareció. Pasaron días, semanas, meses sin volverlo a ver. Ella no se resignaba, él le había mostrado cariño y admiración. Un día lo volvió a ver. Su corazón se llenó de alegría y él volvió a mostrarse encantado de verla. Volvieron a jugar y a pasarlo bien juntos.

Así pasó muuuucho, muuucho tiempo. La perrita aprendió a esperar a su joven "amo", aprendió a apreciar los buenos ratos que pasaban juntos aunque él nunca se la llevó a su casa. Decía que no tenía una casa preparada para acoger a un perro, que no sabría cuidarla tal como se merecía ella, que pasaba muchas horas fuera de casa y ella se sentiría muy sola.

La perrita se mantuvo fiel. Se conformaba con los mendrugos y restos de comida que él le traía de vez en cuando, cuando aparecía tras días y semanas de desaparición. Alguna vez comió de lo que le daban otros paseantes, cuando pasaba mucha hambre. Aceptó caricias y atenciones pasajeras para sobrevivir mientras seguía anhelando, secretamente, que su joven amigo apareciera y le diera un festín de comida y de ternura.

Ella siempre lo recibía con sus mejores galas, frotándose contra él tiernamente, mirándolo con ojos de necesidad, suplicando con la mirada que la atendiera, que le hiciera caso, que se la llevara a casa. Se adaptaría, haría lo que él quisiera, se quedaría quieta en un rincón sin molestar mientras él hacía sus tareas. Guardaría la casa mientras él salía con los amigos, protegería sus cosas. Pero él seguía diciendo que no, que no podía hacerse cargo de un perro, que no tenía tiempo, ni las condiciones necesarias para ello.

Un día la perrita salió a pasear. Sus pasos se dirigieron hacia casa de su amigo, con la esperanza de verlo, de saber cómo era esa casa que tanto anhelaba, de ver qué tipo de vida y de amigos tenía él. Creyó morirse cuando vio, en el jardín, a otro perro.

Se sintió herida en su dignidad, una herida antigua que se volvía a abrir. Vio a su "amigo", lo miró con cara de tristeza, se dió la vuelta y se fue.

Entendió que para encontrar a un amo que la quisiera de verdad debía mantenerse digna, sin aceptar mendrugos y migajas, restos dejados por otros perros.

Y así es como, con el tiempo y ayudada por perros amigos, logró que la herida cicatrizara.

El día que desapareció la última marca de esa cicatriz, la perra se transformó y se convirtió en una bella princesa, tierna y amorosa, sobretodo con ella misma. Nunca más volvió a pasar hambre, no tuvo que volver a aceptar migajas dejadas por otros.

Se abrió al amor y a la confianza, tal como era antes de sufrir aquel horrible incidente del hombre que la maltrató.

Recuperó su esencia.


1 comentario:

Irreverens dijo...

¡Muy bien, perrita, muy bien!
;)